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José Alejando Peña en su Poesía
 
Rafael Rattia
 
Ese largo y espeso paréntesis que va de 1984 (con su primigenio libro “Iniciación Final”) hasta el poema que se escribe con la luz intitulado, “La vigilia de todas las islas”, y que es textura y testimonio de la Obra Poética en vertiginosa marcha que no detiene su proceso de verbogénesis, patentiza un quehacer que en nada difiere a lo que se me antoja denominar el hechizo del ser por el lenguaje poético.
Leyendo la poesía este insigne poeta de raigambre hispanoamericana pero de decidida vocación universal el lector disipa cualquier atisbo de duda, si la hubiere, con relación a la impecable calidad expresiva que signa cada verso de su indetenible creación poética que no admite sosiego ni detención. La materia prima de esta poesía está concebida en y desde el autotelismo resignificante de un lenguaje hecho de imágenes perturbadoras algunas veces; otras de fulminantes giros expresivos que nos devuelven a una condición de desnuda incertidumbre y de crudísima verdad irrecusable.
Sumergirse (gozo y placer) en la lectura de la obra lírica de José Alejandro Peña es experimentar la posibilidad real de habitar un topos linguisticus que no requiere justificaciones de externalidad alguna: sus semas, sus lexemas, sememas; la torrencial verbalización literaria que exhibe la fastuosa y paradójicamente lacónica expresión poética de este escritor nos dice a los lectores que tenemos el privilegio de leerle que el poema antecede todo aquello que humanamente puede ser pensado por el hombre. Nada, absolutamente nada; puede ser imaginado si antes no pasa previamente por la inexorable visión plástica de la imagen poética. Tal aserto pareciera derivarse de la lectura de los textos poéticos contenidos en OBRAS POÉTICAS (1984-2004) Ediciones El Salvaje Refinado, Colección Obsidiana, West Virginia, Estados Unidos, 2005 y cuyo ejemplar puede adquirirse en Internet accediendo a www.elsalvajerefinado.net .
 
No se lee la poesía de este escritor sin padecer ígneos fulgores como venidos de lejanas épocas conocidas por nosotros a través de morosas lecturas o de imposibles sueños despiertos que a la postre nunca se sucedieron en verdad.
Es ineludible la intrínseca carga emotiva de inevitable desesperación ontológica que exhalan no pocos versos de su inmensa propuesta lírica. La ansiedad yoica, el quebranto de las fibras más sensitivas del humano ser, el suplicio de quien no soporta tanta desgarradora lucidez de estar vivo y la constatación de un espanto que no abandona a quien ha vislumbrado la esencia de todo en la redondez del poema, son rasgos que rielan sobre la percepción de quien navega por las aguas enigmáticas del texto creador que proclama nuestro escritor. Un dolor antiquísimo que pareciera provenir de los más insospechados socavones de la memoriosa existencia del bardo se explicita en versos que provoca tatuarse en la conciencia y repetirlos hasta el final de nuestros días. “Todo arde en la voz ¿o es la voz que arde en todo y en sí misma?”
El mar, la infinitud, la distancia habitándonos el recuerdo, el fragor de un instante que se prolonga más allá de sí mismo para eternizarse en nosotros, son leit motiv que subyacen en tantos poemas de la hermosa espiral verbal creadora de este magnífico escritor residenciado en los Estados Unidos desde hace más de una década. Confieso sentirme subyugado, como si por halos de embrujos se tratara, cuando el poeta enrostra a la sensibilidad del lector imágenes que bien pudieran constituir elementos aparentemente aislados de una majestuosa estética de la podredumbre cuyas filiaciones literarias no ocultan su parentesco con L´autremont por ejemplo. Verbigracia: “Te acuerdas de la piedra con tu craneo bajo la negra ola que era el cielo?”
En este poeta se logra el milagro donde la vida y la muerte constituyen una extraña dialéctica en la que no se sabe nunca dónde comienza una y termina la otra. Un sutil amonedamiento que semeja el refugio de lo enigmático.
He aquí la poesía del futuro que tantos desvelos causó a Hörderlin o al Nietzsche de los Aforismos perdidos.
Veámos una muestra mínima de nuestra afirmatio:
“Esta rabia sola de todo asombro
No es un jardín de ahogo que la ausencia
Derrama (…)
Ni es mi mano fluvial melancolía
Ni es la rosa que aúlla a la incolora
Oscuridad siempre uniforme
Ni es el mar que sueña ser espora
Ni es cosa que pueda ser nombrada
Sin que arda en el aire la informe soledad
Del yo consciente
Pues sólo la conciencia otorga al hombre
Dimensión y pureza.”
                                       (Himno Fluvial)
Debo apresurarme a consignarlo con enfática convicción: la poesía acuatiforme de José Alejandro Peña se funda en la evocación de universos amnióticos y de realidades fluvescentes que adquieren carta de poeticidad mediante la concepción de terriblemente bellas imágenes solubles indisociables de humedades matriciales que nos nombran desde la sopa prebiótica de los albores de la vida. La ternura y la muerte se abrazan u copulan en una inextricable relación insólita para dar paso nuevas realidades verbales donde un intenso erotismo se erige en figura emblemática de un novísimo orden de cosas edificado por la palabra taumatúrgica del bardo.
Me solazo y celebro con inaudito júbilo al re-encontrarme en la errabundez trashumante del poema izado por este creador destinado desde ya a soportar el inclemente paso de los siglos. Su poesía tiene la consistencia marmórea de la impoluta calidad literaria y la fuerza persuasiva de su estro posee la dimensión del Absoluto que tantos ansían y poquísimos alcanzan.
 
Jamás la especie sapiens logrará saber con exactitud cuánto se debe a sí misma por tener vivo entre sus congéneres a un poeta que la enaltece hasta cimas inaccesibles. Suele ocurrir que muy pocas veces advertimos cuándo el Sabio está entre nosotros con pasmosa discreción y humildad y es menester esperar que, extrañamente, venga un semejante a sacudir nuestras amodorradas existencias para que alcancemos a ver, cual vidente, conscientemente la evidencia. Lo anterior viene al caso por la vasta Obra Poética puesta en marcha desde comienzos de los años ochenta de la pasada centuria por el insigne escritor hispanoamericano radicado en los Estados Unidos de América, José Alejandro Peña (República Dominicana, 1964)
Como la antigua figura mitológica griega del Ouroboros, su poesía nace y se extiende in crescendo hasta logar milagrosos aciertos de lenguaje que la sitúan en extremos de excepción dentro del concierto poético del mundo de habla hispana contemporáneo. Idéntica a la blanca redondez del incurable insomnio que lacera cruelmente sus sentidos, el poeta le obsequia a los lectores un impecable universo verbal de ceñida y cuidadosa sintaxis lírica pocas veces expuesta en nuestra hispana lengua materna.
La textura temática que galvaniza la propuesta poética del escritor atraviesa los sempiternos ejes vitales por medio de los cuales riela la humana existencia, a saber: el dolor, la muerte, el amor, el padecimiento óptico y los quebrantos del ser, el desamparo y la urgencia inaplazable de redención por la palabra poética marcan algunos de dichos ejes temáticos que ostenta la poesía de José Alejandro Peña.
La terapéutica medicalizante demostró que el insomnio incurablemente pertinaz conduce de modo inexorable a la locura y finalmente a la muerte y el poema, en nuestro escritor, testifica el grado de soportabilidad humana de una tara física como el insomnio que sólo puede sobrellevarse a condición de ejercitarse en la auténtica y genuina creación poética. Leyendo los textos compendiados aquí colijo que sin la poesía (sin el milagro del poema quiero decir) hace tiempo el autor de este libro hubiera optado por el desgarrador camino de la autoabolición. Únicamente el bardo sabe a ciencia cierta cuántas terribles noches ha pasado in albis y así va creciendo cualitativamente la cultura universal. Toda la mar de los dolores, paradójicamente, va legando excelsitudes líricas como estas que el lector tiene entre sus manos para solaz del espíritu que verdaderamente aprecia y valora lo mejor de que es capaz la sensibilidad humana.
Tal como procede la inteligencia por su ámbito más sensitivo, el filo de la razón emotiva, el bardo postula una ars poética interrogativa de lo real, la facticidad empírica del mundo es aprehendida por el estro lírico del taumaturgo de imágenes topos-ouranicas y  transmutada en materia sensible-verbal de inusual resonancia expresiva. Iluminadora es, por decir lo menos, la sui generis poemática contenida en este libro. La pureza de las formas expresivas está inextricablemente unida a la hondura y profundidad de los contenidos temáticos y ello, obviamente, es digno del mejor encomio; pues no abunda mucho en muestro mundo actual del imperio del ready-vídeo y del clip on line una poesía que alcance la dupla antes referida. De allí el regocijo espiritual que siente el lector al constatar la magistral imbricación forma/contenido que exhiben los textos poéticos de José Alejandro Peña.
La voz poética que ostenta este registro verbal combina con excelsa magistratura enunciativa un certero ritmo de lenguaje con una armonía léxica singularísima de escasas similitudes en el panorama poético hispanoamericano actual.
El yo poético en los cantos líricos aquí consignados adopta la forma de una toma de responsabilidad del discurso poético sostenido por una conciencia que asigna “dimensión y pureza” al texto sin que este último pierda su natural vínculo vital con el contexto histórico y socio-simbólico del poema.
Confieso con la infantil franqueza que despierta la lectura –gozo y placer- de esta poesía, que no pocos poemas de este libro me hubiesen gustado escribirlos yo. Leyéndolos con la infinita devoción que ellos demandan siento que me leo a mí mismo y me solazo tanto en sus gráciles equilibrios sinestésicos que al culminar su lectura (es un decir, pues nunca se termina de leer este libro) jamás se puede volver a ser el mismo que éramos cuando comenzamos su lectura. No se lee la poesía de J.A.P impunemente.
Por las páginas ardientes de este libro transpiran halos de Girondo, Vallejo, Baudelaire, Rilke, Pessoa, con la altiva incandescencia y continuidad contenida en la vocación clasicista de los espíritus evolucionados que se saben poseedores de “la llave inglesa” que abre todas las puertas de la sabiduría. Si el lector lo quisiere no tiene más que adentrarse en la aventura espiritual que representa esta compilación, yo garantizo por adelantado que no lo hará en vano.
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