La Página de Rafael Rattia - Homenaje a Abraham Salloum Bitar
 
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Abraham Salloum Bitar, la eterna gratitud

 

Rafael Rattia

 

 Nunca se sabrá con certeza qué es más doloroso; si “el inconveniente de haber nacido” o sobrevivirle a los amigos pese a nosotros mismos. No alcancé a estrecharle la mano y conocerle personalmente, como suele decirse entre nosotros cuando conocemos en persona y de viva voz a nuestro semejante. No obstante, y a pesar de la distancia geográfica que nos separaba, desde que entablé amistad con el poeta nunca dejé de sostener conversaciones telefónicas y por correo electrónico con él.

He de confesarlo sin ningún tipo de mezquindad: el escritor era dueño de una sensibilidad –más humana que literaria, aunque ésta última era su rasgo distintivo a juzgar por los testimonios de quienes sí le conocieron de cerca- asombrosamente extraordinaria; dicho pronto y sin preámbulos, fuera de lo común. Abraham Salloum, como lo tenía anotado en la libreta de direcciones de mi celular, era una voz capaz de conectarse con lo más sensitivo de la naturaleza humana; era un pozo de candor y ternura. Tenía eso que Solojov denominó en su interminable novela-río “el Don apacible”. Su voz era la auténtica voz de un poeta que ha vislumbrado la quintaesencia de la vida. Creyó, y yo también junto con él y tantos otros que son legión, en la epifanía redentora de la palabra poética. Su oficio de cultivador de enigmas de lenguaje, su entrega absoluta a la palabra transubstanciada en imágenes poéticas me devuelven su imagen vista tantas veces en portadas de libros y en esa casa del lenguaje donde solía colaborar con asiduidad envidiable, la revista electrónica www.arteliteral.com . Cada vez que le llamaba por teléfono, al término de nuestro diálogo, me indicaba: -“Poeta, con la fuerza de la poesía siempre será posible salir adelante”. Contrario a muchos de sus hiperlúcidos textos ensayísticos y sus inigualables poemas, que en no pocas ocasiones transparentan un profundo dejo pesimista y una distraída huella escéptica, propia de los espíritus privilegiados por la inteligencia: su impecable trato humano con sus amigos revelaba una reverencial idolatría por eso que Platón denominó de modo insustituible, el “entusiasmo vital de la amistad”. La infausta noticia de su muerte producto de una terrible enfermedad me ha golpeado en lo más hondo y donde más duele: llevándose de manera implacable a uno de los escritores más representativos de la intelligentzia del oriente venezolano de las últimas décadas. Será una zanja abierta en nuestra memoria difícil de borrar, pues seres humanos como Abraham son harto difíciles de encontrar así como así en estos tiempos de pragmatismo y aversión hacia los valores supremos de la imaginación, la racionalidad estética, la universalidad del fenómeno cultural, las artes, la ciencia y el conocimiento en general. Cuánta razón habrá que concederle a Martín Heidegger cuando afirmaba: “La muerte se refugia en lo enigmático”. Ese inmenso vacío que deja nuestro admirado poeta con su partida hacia ignotas regiones será difícil de llenar pero quienes aún no hemos sido llamados a cruzar el Aqueronte estamos moralmente llamados a honrar su memoria manteniendo por siempre encendida la llama de su recuerdo de hombre probo, honesto, digno de haber vivido a la altura de los tiempos históricos que le tocó transitar, sin avergonzarse de ser tan solo un poeta que, a mi modesto entender, es el más alto honor a que puede aspirar un miembro de la especie humana. Un sabio proverbio árabe dice: “Los hombres se parecen cada vez más a sus tiempos que a sus padres.” Y él más que nadie lo supo y vivió conforme a ese precepto milenario de su admirable progenie.

 

“Abraham dibuja caligrafías arábigas en el mapa de la memoria indómita y traza una ruta inédita de manuscritos donde el infalible arte de adivinación conduce nuestros pasos hacia cielos de luz y de ingobernables sabidurías pretéritas; es decir, por venir”.

 

 

 

 

 

II

 

Ya desde “Palabras, Sueños, Innominaciones” el poeta lo intuía con asombrosa certeza: las palabras que sirven para nombrar el mundo no nos sirven para vivir la vida; las palabras, en la íntima convicción del poeta, están vaciadas de sentido. Siglos de imperdonables perfidias, milenios de asesinatos al lenguaje y los idiomas que le sirven de vehículos de expresión, testimonian un desengaño del cual la especie humana difícilmente pueda recuperarse. Quienes estamos condenados a las cadenas que nos atan al verbo lo sabemos demasiado bien; no hay forma de escapar a la maldición milenaria del espejismo de las falsas promesas de la comunicación entre la fachendosa especie sapiens-loquens-demens. El Prólogo de este libro, “Palabras, Sueños e Indominaciones” es una advertencia terrible: luego de una incomprensible babelización inconguente en el titánico esfuerzo por comprender el inútil proyecto humano hemos terminado por rendirnos a la evidencia: “estamos arribando a la edad del silencio”. Cioran diría que estamos a las puertas de la Edad de Hierro planetaria. Dueño de un cauto escepticismo, Abraham Salloum Bitar trascendió, ¡y con cuánta sabiduría poética! La gazmoña hipótesis cioraniana y dejo para la posteridad una advertencia peor: escribir es un vano intento por alcanzar un veleidoso techo que a lo sumo nos coloca ante una irrebatible corroboración: el ser que habla, el ser que escribe está corroído en sus fundamentos primeros, él mismo es una incurable patología de la naturaleza. Es irremediable. ¡Señores: el fracaso aguarda toda empresa vital que ose emprender el vanidoso hablador llamado hombre!

El poeta sabía que la derrota estaba ganada por adelantado y se preguntaba no sin un sigiloso dejo de resquemor: “Entonces. ¿Para qué escribir si ya se conoce el destino?”.

Como Parménides, como Heráclito, como los gigantes de la metáfora insurrecta e insubordinada, Abraham supo que toda escritura es el resultado de un dictamen de nuestros arrebates intuitivos. Nunca lo ocultó ante sus semejantes: escribimos por puro olfato; así, literalmente, sin ormanentos sinonímicos.

El escritor concibió el poema como la cosecha de un naufragio en el que sobreviven misteriosas palabras y frases que a fuer de zozobrar alcanzaron cierta orilla luego de salvarse de tormentosos desastres lingüísticos en la psique del creador. Pocas veces en la literatura venezolana de la pasada centuria vimos a un poeta aguijoneado por inquietudes metafísicas tan hondas y de tan dilatadas resonancias místicas. Ciertamente, un misticismo extrañamente desacralizador, iconoclasta y con una inocultable vena irreverente riela la vasta Obra poética de Abraham Salloum. Nunca leí unos versos tan expresivamente únicos como los que transcribo a continuación:

“Yo soy el último poeta

Que sueña con mujeres sin patria

Rencoroso con las bestiales palabras

De los dueños de castillos y maneras

Fue fácil entender a los inválidos

Encerrados en los vientos frágiles

Y en las cercanías metafóricas de los aludes de Dios

Yo hombre de pensamiento

Figura de la suma latina de los soles acuosos

Escribo también mareas

Y trazo fuego sobre las dormidas estatuas

De la noche amurallada en el país de los unicornios…

Yo poeta de barajas y miedo (…)

Lloro sobre los libros que no he leído

Para que se borren las palabras

Que mortifican mi ausencia…”

 

Testigo irremplazable de un tiempo histórico signado por el odio, el rencor y la venganza acumulada de siglos, el poeta no rehuyó jamás su insoslayable deber ético de legar testamentarias imágenes que hoy incendian nuestras mentes y espolean nuestras sensibilidades para que volteemos y encaremos este patético presente que resuma una queja intemporal.

“Terror de los cuerpos cansados aspirando a vivir

En la historia de las patrias estériles

Bailarinas de luces y segundo

Escondidas con vestidos opacos despidiendo la perdida

Nostalgia de los inmigrantes… (…)

La patria nuestra madre necesita cerrar los ojos

Rencorosos

Para no aparecer de nuevo pidiendo

Flores para nuestros muertos mortales”

 

El lenguaje terrible de la ausencia, la palabra solitaria lastimada por el insomnio atroz de los astros noctivagantes, el lacerante silencio de la nada acezante que no abandona al poeta ni un solo día de su existencia prolíficamente colmada de imágenes verbales en constante asedio constituyen un universo en continua expansión en la espiritualidad del escritor que finalmente se materializa en forma de libros-poemarios. Lo obsedía un angustia de la que jamás pudo zafarse; la angustia por la perfectibilidad de la forma, la esencial pulcritud en el decir, la irremplazable exactitud de la idea lo más cercana a la perfección de Dios. El lenguaje y el tiempo es una dupla enigmática que obsede la preocupación del poeta en su laboriosa tarea de decir lo que pareciera estar vedado al ser: la esencia última de las cosas que informan el ser en toda su espléndida irreductibilidad.

 

 

III

 

 

A juzgar por la lectura del amplio legado poético que nos dejó para la posteridad Abraham Salloum, la inquietante Ars Poética que propuso el bardo nacido en Ayoun El Wadi, Siria, en 1953 y sembrado en Ciudad Bolívar, Venezuela, en 2005, palpita en las mentes y corazones de quienes en algún momento de sus vidas son tocados por lo que el poeta venezolano Francisco Pérez Perdomo llamó “la mágica enfermedad” refiriéndose a la poesía.

¿Quién puede osar negar que la poética de Bitar se ciña siempre a una sabiduría axiomática en la que el río nunca estuvo del todo ausente? Muchísimos textos líricos y de naturaleza narrativa (no pocas crónicas legatarias de una profunda mnémesis local con indudable vocación universal) testimonian una obsesiva fijación estético-literaria del río como emblema impregnado de hondas raíces simbólicas y de reminiscencias místicas. En uno de sus libros más celebrados por la crítica literaria hispanoamericana titulado “Palabras, Sueños, Innominaciones” nuestro artífice archimandrita de antiquísimas alquimias verbales, forjador de insólitos universos lingüísticos que patentizan una tradición escritural se puede leer:

“los ríos corren a esconderse en aguas azules (…)

Perdiéndose en los naufragios

Con las víctimas de los misterios y las soledades”.

El yo, o mejor dicho; los inasibles corolarios de los cuales se vale el yo para perpetrar las insoportables verdades de las que es capaz la existencia humana, constituye una de las más socorridas estratagemas de la primera persona del singular en la historia universal de la poesía a la hora de enunciar el alfa y omega del sujeto lírico. Abraham Salloum es, entre la intrincada cartografía literaria venezolana, uno de los poquísimos poetas que nunca sucumbieron a las falsas mieles seductoras de la poesía yoica. Dentro del policromo espectro literario de los últimos cincuenta años de creación poética venezolana jamás hubo escritor que se emparentara más y de mejor manera al genio francés Artur Rimbaud que Salloum Bitar; la poética de Abraham resume y sintetiza el “yo soy otro” rimbaudianode un modo fiel e inapelable. Toda la cosmovisión lírica de Salloum está indefectiblemente signa por un terco afán de reconciliación del ser consigo mismo y con el mundo. Como Shopenhauer en su magistral libro de aforismos “Parerga y Paralipómena”, Abraham siempre escribió y tradujo el mundo consciente del constitutivo dolor irremediable que lo funda. Quien lee la poesía de Abraham confirma lo que salta a la vista como evidencia incontestable en su arte poética: vivir es padecer. La poesía como forma superior de conocimiento en la weltanschauung estético-sensible de Salloum se erige como alucinada clarividencia taumatúrgica y dona, con pasmosa obsequiosidad y galanura sígnica/simbólica, otro mundo-universo de representaciones metafísicas radicalmente distante de la enajenante reificación objetivista que habla por boca del empirismo lógico racionalista y matematizante.

 
 
 
 
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